Dieciséis de enero de 1957. La fecha pervive clara e imborrable en la memoria de Pablo Rudomin Zevnovaty (Ciudad de México, 1934).
Fue ese día cuando finalmente entró a trabajar con el doctor Arturo Rosenblueth en el Departamento de Fisiología del Instituto Nacional de Cardiología.
Había debido esperar para ello varios meses mientras mantenía el laboratorio de Fisiología de Ramón Álvarez-Buylla, en la Escuela Nacional de Ciencias Biológicas (ENCB) del IPN, pues, recién casado éste con Elena Roces, sufrió fractura de la base del cráneo por un árbol que le cayó encima.
«Yo visitaba a Ramón, que quería recuperar la memoria, y entonces me pedía que le hiciera preguntas de fisiología», recuerda en entrevista Rudomin, acerca del fisiólogo español.
Ese primer día en Cardiología, cuenta el miembro de El Colegio Nacional, regresó al mediodía a su casa en la Colonia Roma para encontrarse con que su padre, Isaac Rudomin, había vuelto del «changarro de fierros viejos» que atendía en el barrio de Tepito -donde el científico creció los primeros 10 años de su vida, en Jesús Carranza- porque se sentía mal.
«Un cardiólogo lo vio y dijo que no era nada serio; me indicó algunas medicinas qué comprar en la farmacia, se las di y me regresé a Cardiología. Entonces, me hablaron por teléfono para darme la mala noticia de que había fallecido.
«Fue una tragedia, se puede usted imaginar. Tenía yo 23 años», remarca el reconocido neurofisiólogo y biólogo, para quien entonces vino una encrucijada: tomar las riendas del negocio de su padre, un emigrado lituano que desde su llegada a México en los 20 había sido lo mismo albañil que vendedor ambulante, o seguir su verdadera vocación.
«Yo quería hacer ciencia», dice. Y así parecía haber sido siempre.
Cuando vivían en Lindavista, su padre le permitió montar en un cuartito una suerte de laboratorio de química, donde hacía experimentos con su amigo de la infancia, el físico Marcos Rosenbaum, a quien conocía desde el Barrio Bravo, prácticamente desde que nacieron, siendo vecinos en el mismo inmueble que el matemático Samuel Gitler y su primo, el bioquímico Carlos Gitler.
«Las probabilidades de que haya habido cuatro inquilinos en un edificio de departamentos de la zona de Tepito que hayan hecho ciencia son muy poco probables. Pero así fue.
«Curiosamente, el papá de Marcos y el mío fueron socios en ese changarro de los fierros viejos», destaca. «Cuando éramos chicos, jugábamos mucho; íbamos al depósito y ahí, con los fierros, tratábamos de armar un submarino, una nave espacial».
Un momento que resultaría definitorio para el futuro profesional de Rudomin fue la visita guiada por la ENCB que le organizara Gilberto Hernández Corzo, su maestro de geografía en la secundaria y hermano de Rodolfo Hernández Corzo, director del IPN entre 1953 y 1956. Ahí conoció por primera vez un laboratorio de investigación.
«Me impresionó mucho, y entre los laboratorios que visité estaba el de Ramón Álvarez-Buylla», rememora sobre quien se convertiría en su maestro.
No había mucho más que decidir. Rudomin, segundo mejor estudiante de su generación de bachillerato en San Ildefonso -«una muchacha me ganó en deportes», evoca entre risas-, cambió la química por la biología.
Esto aun cuando el ideal de su padre, relata el investigador emérito del Cinvestav, en realidad era verlo convertido en ingeniero mecánico -acaso inspirado por la figura de José Trinidad Mireles Malpica, investigador de la ESIME que solía acudir al depósito- y que le sucediera en su oficio.
«La verdad, el negocio nunca me llamó la atención», reconoce. «Ninguno de mis padres tuvo una educación más allá de la primaria, entonces ellos no sabían qué era la investigación».
Así, al fallecer su padre y tener que encarar aquel dilema, hizo el cálculo de cuánto le pagaban en Cardiología contra el costo de la renta, entre otros gastos, y concluyó sería suficiente para que sobrevivieran él y su madre, Sonia Zevnovaty, de cuarenta y tantos años, quien tuvo que trabajar de dependiente en una tienda de la Lagunilla.
«Para algunos de mis amigos yo fui considerado un mal hijo. Sí fueron momentos difíciles, pero yo tenía la idea de que (trabajar con Rosenblueth) era una gran oportunidad», expresa ahora uno de los neurofisiólogos de mayor prestigio en la comunidad internacional, a quien el tiempo terminaría por dar la razón.
«Años después, cuando me dieron el Premio Nacional de Ciencias (1979), invité a mi madre a que viniera a la ceremonia, y me dijo: ‘Qué bueno que no nos hiciste caso’».
PERIPLO CIENTÍFICO
Interesado en el sistema nervioso central, e intrigado por la novedad tecnológica de entonces, que permitía registrar la actividad de una sola neurona mediante microelectrodos, Rudomin saltó de Cardiología a la Universidad Rockefeller, en Nueva York, con una beca de la Fundación Guggenheim.
Una vez más, no fue una época sencilla. A finales del año en que murió su padre, el biólogo contrajo matrimonio con Flora Goldberg, artista de origen francés que llegó con su familia a México en 1942 escapando del nazismo, y alumna de Diego Rivera, quien había aceptado ser testigo en dichas nupcias, pero murió un par de semanas antes.
Esa proximidad con el muralista comunista, a la luz del macartismo, impidió que se le otorgara la visa a la pintora.
«No le daban la visa porque la asociaban con todos los movimientos de izquierda», recalca el investigador, quien partió a Estados Unidos con la esperanza, que ahora reconoce como ilusa, de arreglar el trámite desde allá. Imposible.
Incluso quiso que intercediera el entonces Presidente Adolfo López Mateos, planteándole su situación en una carta que, por tímido, estuvo a punto de no entregarle durante una visita del Mandatario. De cualquier manera, nada cambió; «en ese tiempo él tampoco se podía meter en esas cosas», estima el neurofisiólogo.
Así, pasó un tiempo en la Universidad Rockefeller registrando la actividad de neuronas en la corteza cerebral con microelectrodos, y después estuvo en el Laboratorio de Biología Marina, en Woods Hole, Massachusetts.
La investigación que ahí realizaban sobre fibras motoras en langostinos encaminaría su carrera al estudio de la inhibición presináptica, proceso según el cual las fibras sensoriales del sistema nervioso transmiten información del entorno bajo el control de un mecanismo central.
Con una beca de la Fundación Rockefeller, partió a Siena, Italia, donde analizaría la representación sensorial en el hipotálamo, como parte también de un plan mucho más favorable para él y su familia.
«Me voy a Italia por tres razones», justificó entonces: «Si regreso a México, quiero trabajar en sistema nervioso; me siento mal de haberme ido y dejar un poco a la familia sola, aunque fueran meses, y creo que para los intereses artísticos de mi esposa, estar en Italia va a ser mucho más estimulante».
Fue una estancia sensacional de un año, resalta. Y es que ahí conoció al futuro Nobel de Fisiología o Medicina John Carew Eccles, quien estaba trepado en un árbol durante el descanso de un simposio en el que presentó la primera evidencia de inhibición presináptica en vertebrados.
«Regresé a México con estas ideas del control de la transmisión sensorial; eso era lo que me parecía muy interesante», rememora Rudomin, que de vuelta en el País optó por integrarse a un naciente Centro de Investigación y Estudios Avanzados (Cinvestav), cuyo director fundador era ni más ni menos que Rosenblueth, su mentor.
«Quedé registrado como de los primeros estudiantes del Centro; creo que fui el segundo», señala. «Al mismo tiempo me dieron la responsabilidad de manejar el ingreso de otros estudiantes al Departamento. Tenía yo la doble misión de estar haciendo el doctorado, haciendo mis experimentos y controlando eso. No fue fácil, pero pude seguir».
INVESTIGACIÓN SIN INHIBICIONES
Para Rudomin, la cuestión de la inhibición presináptica lo llevó incluso a entablar diferencias con Rosenblueth, su padrino de bodas, abierto opositor de Eccles.
«Demostrarle que la inhibición presináptica era un fenómeno se me volvió una especie de obsesión», confiesa el investigador titular emérito del Departamento de Fisiología, Biofísica y Neurociencias del Cinvestav, del que fue jefe en el periodo 1992-2000.
Al final, todo ese trabajo le granjearía reconocimiento internacional, empezando por lo realizado con sus colegas para diferenciar entre los dos tipos de inhibición, presináptica y postsináptica: el diseño de una técnica para estudiar los cambios en los estímulos en las fibras nerviosas.
A diferencia de lo propuesto por Santiago Ramón y Cajal, Rudomin y su equipo demostraron que las fibras sensoriales no eran rutas invariables de transmisión de información, sino un sustrato dinámico donde ésta se podía transmitir en distintas direcciones.
«Este control de la información sensorial (desde la corteza cerebral y otras estructuras) es un modo que tiene el sistema nervioso para definir qué tipo de información necesita para realizar tal o cual trabajo», explica el neurofisiólogo.
«Esto nos ha llevado con los años a enfocar, precisamente, cómo se modula el flujo de información cuando lo que se transmite es información dolorosa, por ejemplo».
En relación con esto, un análisis relevante y vigente al día de hoy ha sido el de los mecanismos que regulan las relaciones funcionales entre las neuronas en la médula espinal de los vertebrados, y cómo éstas se modifican durante la inflamación producida por la inyección intradérmica de capsaicina -el principio activo del chile-. Un tipo de investigación como la galardonada este año con el Nobel de Fisiología.
A los experimentos en los que registran en gatos anestesiados la actividad eléctrica en el dorso de la médula espinal, han incorporado el estudio del efecto que causa una pequeña cantidad de anestésico local, como lidocaína o ketamina, inspirados en una práctica clínica utilizada para disminuir el dolor posoperatorio.
Lo que han encontrado es que la lidocaína revierte, temporalmente, las configuraciones de conectividad neuronal inducidas por la capsaicina y restaura las originales; es decir, cancela la memoria del dolor por un lapso. «Pero no es por anestesia, sino por descorrelación», acota Rudomin, refiriendo que la oscilación en frecuencias distintas llega a coincidir y transmite información, pero si no, la bloquea.
«Imagínese, yo estoy hablando con usted, le mando la señal, y el ruido ambiente aumenta, de tal manera que aunque yo le mande la misma señal ya no la puede distinguir», ejemplifica. «Entonces, aquí estamos viendo cómo podemos manejar el ruido en forma estructurada para que cancele la información dolorosa. Ésa es la idea».
¿Podría esto contribuir al tratamiento del dolor crónico, como se dijo de los laureados con el Nobel?
Absolutamente. Y, modestia aparte, este trabajo merece reconocimiento de ese nivel.
A pregunta expresa sobre si sueña con el Nobel, Rudomin zanja, entre risas: «No, yo sueño con mi esposa».
Pero su trabajo sí se ha hecho merecedor a un reconocimiento de la talla del Princesa de Asturias en 1987.
«Lo que me parece importante es que ésta sea una línea de trabajo que se considera como significativa», subraya. «Para mí, lo importante no son los premios, sino el que se entienda que el trabajo que hacemos muchos en México es de calidad competitiva internacional».
‘SÓLO PIDO TIEMPO Y SALUD’
Rudomin lo ha dicho tal cual en otras ocasiones: el término «retiro» no le gusta y, si las condiciones se lo permiten, podría seguir trabajando hasta los 90 años.
Hoy, con 87, no cambia de parecer.
«En este momento estoy saludable, pienso todavía razonablemente y, necesariamente, mientras pueda seguir trabajando, lo voy a hacer.
«Hay conocidos que me dicen: ‘Yo ya voy a hacer lo que me gusta’. Bueno, a mí lo que me gusta es lo que estoy haciendo; soy afortunado», celebra.
Es, según comparte, como cuando lo nombraron emérito en Cinvestav, y el doctor Adolfo Martínez Palomo le dijo: «Pablo, ya eres emérito. Ahora puedes hacer lo que te dé la gana».
«¿De veras?», le preguntó. «Bueno, no quiero volver a llenar un formulario ni lidiar con los burócratas».
«Si usted me pregunta qué me gustaría hacer, diría que poder dedicarme a esto y no tener que estar pidiendo fondos. Ahorita, por ejemplo, las becas de mis estudiantes se acaban; también cada vez necesitamos sistemas de cómputo más poderosos, y no los tenemos», lamenta.
A decir suyo, y habiéndolo constatado personalmente las últimas seis décadas, el Cinvestav no ha sido sino una institución modelo.
«Desafortunadamente, ahorita está bastante limitado de recursos, y da mucha lástima, porque la verdad, y lo que yo he visto, es impresionante cómo ha crecido, cómo se ha estructurado.
«Ésa es otra historia aparte, pero sí siento que debería de apoyarse más al Cinvestav en sus actividades», considera quien lejos del laboratorio aún tiene la fortuna de compartir la vida con su esposa artista.
Aunque no siempre ha sido fácil, admite el científico.
«Como buena artista, es muy emocional, y yo soy muy racional. Entonces, a veces cada quien ve los problemas en una dimensión diferente. Pero me ha enriquecido completamente la vida; no puedo pedir más», remarca quien ante sus propios estudiantes instruye la necesidad de balancear cultura y ciencia.
«Lo único que pido es tener tiempo y salud», concluye.
LA IDEOLOGÍA, RAÍZ DE LOS PROBLEMAS
Ramón Álvarez-Buylla, su primer mentor, fue discípulo de Pyotr Kuzmich Anokhin, a su vez alumno de Ivan Petrovich Pavlov, en la extinta Unión Soviética.
En algún momento, durante el lysenkismo, relata Rudomin, una de las contribuciones de Anokhin molestó a los lysenkistas, quienes respondieron con una suerte de censura y desplazamiento, enviándolo a una «universidad de segunda».
«Por ello, en las conversaciones que siempre teníamos, (Álvarez-Buylla) se oponía y criticaba fuertemente la politización de la ciencia, el involucramiento de ideologías políticas en su desarrollo», recuerda el neurofisiólogo sobre su maestro, padre de la actual directora del Conacyt, María Elena Álvarez-Buylla, a quien justamente han acusado de ideologizar la ciencia, aunque en ello no se adentra Rudomin.
«La ciencia es la búsqueda, llamémosle, de la verdad. ¿Y qué es la verdad? Para nosotros, los experimentalistas, es el mundo externo que está ahí y que queremos entender», sostiene. «Realmente, lo que nos permite sobrevivir como especie, como sociedad, es el conocimiento».
Pero la sospecha que embarga a Rudomin es si se tiene la suficiente inteligencia social para afrontar los problemas cotidianos. «Ahí, desafortunadamente, no lo veo».
«Yo me imagino que todos los problemas que hay en estos momentos tienen que ver más por posiciones ideológicas que por otras razones», dice, prefiriendo no enlistarlas ni adentrarse en ellas.
«Hay que sentarse a discutir las cosas, y cada uno tiene que entender los puntos de vista del otro», opina. «No creo que estemos para polarizar opiniones sino, al contrario: debe de haber una tendencia a entender que cada quien puede tener un poco de razón y también estar equivocado. Entonces, tenemos que actuar en grupo. No es fácil, yo sé».
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No sueño con el Nobel.- Pablo Rudomin